Matar en nombre de la justicia

No existe un concepto tan alejado de la justicia como el homicidio premeditado a sangre fría de un ser humano a manos del Estado y en nombre de esa misma justicia. En eso consiste la pena de muerte: viola el derecho a la vida proclamado en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Es el castigo más cruel, inhumano y degradante; es decir, una amenaza a la vida. Todos los días se ejecuta a presos, tanto hombres como mujeres e incluso menores de edad. Sea cual sea su delito, sin importar si son culpables o inocentes, sus vidas se pierden por culpa de un sistema de justicia que valora más el castigo que la rehabilitación.

La pena de muerte es el exponente máximo de tortura. En cualquiera de sus formas – electrocución, ahorcamiento, cámara de gas, decapitación, lapidación, fusilamiento o inyección letal – es un castigo violento que no tiene cabida en el actual sistema de justicia penal. No obstante, persiste.

Persiste de una manera injusta, ya que se trata de un castigo discriminatorio, abitrario, irreversible y no disuasorio. La pena de muerte es discriminatoria porque a menudo se emplea de forma desproporcionada contra la población pobre, las minorías y las personas pertenecientes a grupos raciales, étnicos y religiosos menos numerosos. Además, su imposición y ejecución son arbitrarias: en algunos países se utiliza como arma de represión, una forma brutal y rápida para silenciar a la oposición política. Además, se trata de un castigo irreversible, circunstancia a la que se unen los frecuentes errores humanos y prejuicios del sistema de justicia, que impiden erradicar el peligro de ejecutar a personas inocentes. Según informes, el presidente de Taiwán, Ma Ying-jeou, el 1 de febrero de 2011 tuvo que disculparse formalmente por la ejecución de un hombre en 1997, un hombre cuya inocencia quedó demostrada a posteriori. Errores así no tienen solución, ya que nunca se podrá eliminar el riesgo de ejecutar a inocentes.

Por otra parte, en muchos países el gobierno alega que la pena de muerte tiene efectos disuasorios para justificarla. Sin embargo, no existen datos que demuestren su mayor eficacia, en comparación con otros castigos severos, a la hora de reducir la delincuencia. Los últimos datos sobre delincuencia en países abolicionistas no demuestran que la abolición tenga efectos perjudiciales. En Canadá, por ejemplo, el índice de homicidios por cada 100.000 habitantes se redujo del nivel máximo de 3,09 alcanzado en 1975, año anterior a la abolición de la pena de muerte por asesinato, a 2,41 en 1980, y desde entonces ha descendido aún más. En 2003, 27 años después de la abolición, el índice de homicidios fue de 1,73 por 100.000 habitantes, un 44% menos que en 1975 y el índice más bajo en tres decenios. Aunque aumentó a 2 en 2005, sigue siendo inferior en más de un tercio a cuando la pena de muerte seguía en vigor.

El hecho de que no existan pruebas claras que demuestren este efecto disuasivo indica la inutilidad y el peligro que entraña basarse en la hipótesis de la disuasión para desarrollar una política pública sobre la pena de muerte. La pena capital es un castigo duro con el delincuente, no con el delito.

Juicios injustos, juicios sin garantias

En cuanto a la relación de la pena de muerte con la justicia, es importante destacar que un gran número de condenas a muerte se imponen tras juicios injustos. El punto 5 de las Salvaguardias para Garantizar la Protección de los Derechos de los Condenados a la Pena de Muerte establece: “Solo podrá ejecutarse la pena capital de conformidad con una sentencia definitiva dictada por un tribunal competente, tras un proceso jurídico que ofrezca todas las garantías posibles para asegurar un juicio justo, equiparables como mínimo a las que figuran en el artículo 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP), incluido el derecho de todo sospechoso o acusado de un delito sancionable con la pena capital a la asistencia letrada adecuada en todas las etapas del proceso”. Investigaciones de Amnistía Internacional han demostrado que un gran número de condenas son impuestas tras juicios injustos y de manera discriminatoria en países como Arabia Saudí, China, Iraq o Irán, entre otros; algo claramente prohibido en el PIDCP y en la Convención de la ONU contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes.

Por ejemplo, las deficiencias en China son la demora en el acceso a asistencia letrada, la falta de respeto a la presunción de inocencia, las injerencias políticas en el poder judicial y la admisibilidad de las pruebas obtenidas mediante tortura. Incluso en algunos países es habitual que los acusados no tengan abogado defensor ni puedan seguir los procedimientos judiciales al no contar con un intérprete. En Irán, Amnistía Internacional registró condenas a muerte impuestas a opositores políticos y miembros de minorías étnicas tras juicios injustos; en algunos casos, los informes indican que las personas condenadas a muerte fueron torturadas durante la reclusión y se les negó el acceso a asistencia letrada. En Arabia Saudí es frecuente que se condene a trabajadores migrantes pobres de países de África y Asia en juicios en gran medida secretos e injustos. Es habitual que los acusados no tengan abogado defensor ni puedan seguir los procedimientos judiciales en árabe.

La pena de muerte constituye un síntoma de una cultura de la violencia, no una solución a ella

En muchos países las encuestas de opinión sobre la pena de muerte señalan que la población está a favor de este castigo como último recurso, pero la realidad es que lo que la mayoría de la gente desea es sentirse protegidos frente a la delincuencia o la violencia. Así, es comprensible este apoyo, dados el miedo y la ira que provocan los delitos violentos y la idea equivocada de que las ejecuciones pueden disuadir de cometer delitos. Sin embargo, la pena de muerte no sustituye a otras medidas para combatir el delito, como una actuación policial correcta y eficaz.

La pena de muerte favorece respuestas simplistas a problemas humanos complejos, en lugar de buscar soluciones constructivas. Los gobiernos no deben utilizar ni fomentar el temor a los delitos violentos como razón para continuar con las ejecuciones. Hay líderes que han abolido la pena de muerte a pesar de haber encontrado considerables obstáculos, incluso cuando la mayoría de la población era partidaria a la misma.

El camino hacia la abolición

Amnistía Internacional se opone en todos los casos sin excepción a la pena de muerte, independientemente del delito cometido, las características del condenado y el método de ejecución utilizado por el Estado. Cuando se fundó la organización, en 1961, solo nueve países habían abolido la pena de muerte para todos los delitos y apenas se consideraba la pena capital una cuestión de derechos humanos. Cincuenta años después, la cifra asciende a 96. Hay un claro y concreto impulso hacia la abolición de la pena de muerte en todo el mundo: en la actualidad, más de dos tercios de los países del mundo han abolido la pena de muerte en su legislación o en la práctica y solo menos de la mitad de los países retencionistas lleva a cabo ejecuciones de manera habitual.

Así, la tendencia mundial hacia la abolición está clara. Pero la lucha está lejos de acabar. El pasado nos ha enseñado que no se pueden garantizar los logros obtenidos durante las últimas tres décadas. Los países ejecutores son cada vez menos, pero cada vez más irreductibles: China, Irán, Arabia Saudí y Estados Unidos ejecutan más que el resto del mundo junto. Durante el año 2011, más de 17.000 personas permanecían en corredores de la muerte de todo el mundo.

Incluso cuando el mundo casi entero dice “ya basta”, algunos países prefieren no oír...

Amnesty International

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