En las sociedades occidentales la ciudadanía, tradicionalmente, ha cedido su soberanía a intermediarios políticos y económicos para que gestionen sus demandas y necesidades. En muchas ocasiones estos han acabado priorizando intereses particulares, traicionando el propósito que les fue, en un principio, encomendado. Lo que ha conllevado, en gran medida, la pérdida de confianza por parte de la población hacia los que debían ser sus representantes.
Parece complicado sustraerse a un sistema injusto y opresivo que vulnera derechos y perpetúa el sometimiento de la ciudadanía a ciertos intereses económicos o políticos. Sin embargo, en la actualidad se están llevando a cabo innumerables alternativas en diferentes ámbitos como la alimentación, la economía, la energía o la política, que comparten el objetivo común de recuperar la soberanía ciudadana y la autogestión.
Hasta hace unos pocos años solamente una minoría optaba por estos caminos y se ubicaba prácticamente en los márgenes de la sociedad. A día de hoy, debido a un hartazgo cada vez más extendido y gracias al desarrollo tecnológico, estas comunidades o personas que desarrollaban sus inquietudes de manera más o menos aislada han crecido, han madurado y comparten e intercambian saberes y conocimientos, ubicándose cada día en un lugar más central de nuestra sociedad.
Mientras que hace poco tiempo la economía social y solidaria se limitaba a ciertos sectores accesorios como podrían ser el café, las artesanías y el chocolate, en la actualidad está extendida a prácticamente todos los ámbitos y está irrumpiendo en sectores tan estratégicos como la banca, la energía o los seguros.
Todavía más reciente es la eclosión de la economía colaborativa, en la que la ciudadanía pasa de ser simple consumidora a ser también productora o prestadora de servicios. Es decir, puede no solamente reservar una noche de hotel o comprar energía a una multinacional proveedora, sino que puede alquilar una habitación en su casa, instalar un panel solar que produzca energía, fabricar repuestos para sus electrodomésticos con una impresora en tres dimensiones, cultivar alimentos para alimentar a su familia...
La interconexión de iniciativas ciudadanas, el acceso libre al conocimiento y la apertura de los códigos de creación y de fabricación, así como la organización en redes distribuidas se consideran claves para que todas estos procesos, todavía incipientes, se puedan desarrollar y masivizar.
Sin embargo, todavía queda un largo camino hasta que la ciudadanía sea completamente autosuficiente para cubrir sus necesidades y canalizar sus intereses. Las economías sociales, colaborativas y circulares, a pesar de que se están desarrollando aceleradamente, todavía representan un porcentaje pequeño del PIB. Pero, ¿qué pasaría si, mayoritariamente, la economía pasase de ser competitiva a colaborativa, y su objetivo fuera gestionar, de una forma ecológica y sostenible, la abundancia y no la escasez de recursos?
Esto supondría un replanteamiento estructural de la sociedad en su conjunto e incluso de la condición humana, ya que los modelos piramidales o la codicia por acumular recursos y capitales no tendrían cabida. ¿Está la humanidad realmente madura para un cambio semejante? ¿O se acabaría replicando el patrón anterior en una menor escala?