El antigitanismo es definido por el Consejo de Europa como una forma específica de racismo, basado en la creencia de una superioridad racial respecto al pueblo gitano, que se expresa mediante violencia, discurso del odio, estigmatización y discriminación descarnada. Se caracteriza porque, cuando se da: 1) es sistemático (aceptado por gran parte de la comunidad); y 2) es persistente histórica y geográficamente (se mantiene constante a lo largo del tiempo).
De esta persistencia da cuenta el informe La población romaní en 10 países europeos, publicado el pasado octubre por la FRA (Agencia de Derechos Fundamentales de la UE). El informe cuantifica cómo el racismo contra la población gitana no solo no ha disminuido en Europa desde 2016, sino que ha aumentado. En algunos países lo ha hecho de forma alarmante, como en Portugal y Chequia. En otros, el aumento ha sido más moderado pero igualmente preocupante, como en Grecia y en el Estado español, donde 1 persona gitana de cada 3 se siente discriminada en la búsqueda de trabajo, vivienda o educación.
Las cifras de esta discriminación denotan que el antigitanismo es estructural en nuestra sociedad. No se acota aisladamente a grupos y partidos neonazis (en Europa suman 248; en el Estado Español, 35); ni siquiera a partidos de extrema derecha. El rechazo a las personas gitanas es sistémico, también en Euskadi. Según el informe Neurtu 2022 del Observatorio Ikuspegi, encuestada la población vasca, cuando se les plantea el supuesto de alquilar su vivienda a una persona gitana, 4 de cada 10 personas se negarían.
El Código Penal español, desde julio de 2022, incluye el antigitanismo entre los delitos de odio.
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