Europa recibe, hoy en día, personas refugiadas de otros continentes (630.000 en 2021). También recibe personas migrantes económicas. Lo hace, sin embargo, con cierta amnesia, olvidando que a lo largo de la historia han sido las personas europeas las que han emigrado a otros continentes, en muchos momentos. Encontramos ejemplos de esta vocación emigratoria europea en las expansiones colonizadoras, o en el origen de naciones como Estados Unidos o Australia. También en los momentos de guerras, fascismos o dictaduras, millones de personas europeas se vieron obligadas a exiliarse en otros países.
El caso italiano da cuenta de ello. Desde finales del siglo XIX hasta principios del XX, millones de italianos (sobre todo de zonas rurales) emigraron a Francia, Bélgica, Suiza…, obligados por la pobreza, la falta de tierras propias y las epidemias. Posteriormente, la llegada del fascismo al poder en 1922 generó la emigración antifascista que escapaba del régimen. Después de la Segunda Guerra Mundial, que dejó Italia destruida, la migración italiana sirvió a otros países europeos en proceso de reconstrucción como mano de obra masiva, barata y explotada, para trabajar en obras públicas, siderurgias o minas. En total, entre 1861 y 1985, 29 millones de italianos e italianas emigraron a otros países.
En el análisis de este recorrido migratorio, diferentes estudios apuntan el desprecio y xenofobia con que muchas personas italianas fueron tratadas como migrantes. Aquellos carteles en los bares suizos de los años sesenta que rezaban “No se permiten perros ni italianos” recuerdan a los carteles de hoy: “Se alquila piso. Absténganse inmigrantes”.